Creo que le puse José... sigh

Hasta donde recuerdo, en el momento preciso que me lo encontré era un perro. La verdad que no tengo idea de la situación en la que me vi envuelto y que me obligó a llevarlo conmigo, mi mente ha cubierto bajo capas y capas de conciencia todo eso que sucedió, una especie de perla, si se le quiere ver de alguna manera. Ahora sólo recuerdo que daba vueltas inquieto por todo el carro y yo le decía "pará ya de andar danzando en el coche". Eso por supuesto, no puede ser, por dos razones principalmente: porque yo no uso la palabra "coche" y porque eso de andar danzando en un sitio de incógnita x es una expresión completa de mi tía Margarita y eso a mí no me va.
Debimos andar mucho tiempo en el carro, porque a determinada hora de la noche el can se empezó a retorcer, se apretaba la cabeza con las garras (muy a lo humano) y se desmayaba de a ratos. Yo sabía que esos síntomas y signos eran indicios irrefutables de deshidratación e inanición, por lo que me pasó por la mente la noción de que era un padre desconsiderado (a esas horas de la noche, inevitablemente había yo pasado a formar parte del gremio de los padres) y me di a la tarea de conseguir alimento ipso facto para mi pequeño animal.
Por razones que desconozco, mi búsqueda de alimento me llevó a casa de don León Mayoral (¡habrase visto!), que me recibió con excepcional pasividad. Andá a saber que pasaba por mi cabeza (en parte solo me interesa desenrollar el laberinto mental que me llevo a pedirle ayuda a León Mayoral de entre todos mis amigos que podrían tener comida para perros). La casa estaba en una esquina y, por lo menos desde fuera, se apreciaba enorme, por lo que me causó bastante impresión. La fachada se adornaba en cantera o mármol rosa con un conspicuo vitral circular en el centro, pilares cuadrangulares altos (perdón por los términos arquitectónicos) y una entrada angosta en el umbral que me daba una sensación de claustrofobia. Por dentro la casa era aun mejor, porque el recibidor era un desorden de entradas, salidas, arcos, escaleras que iban en todas direcciones y en todos los sentidos, techos y medios techos, justo como en la película Laberinto, además dominando el color rosa-marrón de la cantera, aunque ahora salpicado de detalles verdes acá y allá.
Sin más, subí una de esas escaleras que terminaban abruptamente, por lo que después tuve que brincar a otra que subía paralela, pero que se continuaba. Era evidente que ya conocía la casa porque no titubeé, no pregunté y mucho menos pedí permiso. Entre a la cocina, pasé a un pequeño cuarto contiguo que parecía ser una alacena grandísima y abrí el refrigerador que se encontraba dentro. Primero busqué una especie de carne fría, pero sólo había un jamón ahumado que se veía caro, así que decidí tomar un litro de leche y llenar un vaso. ¿Un vaso a un perro? Sí, como leen. Y es que mi perro ya no era un cachorro travieso e insolente, se había convertido, de repente, en un chiquillo de pelo ralo y negro, piel morena, ojos oscuros grandes y una sonrisilla pícara; todo él, un inquieto mozalbete que tomaba leche ruidosamente.
En determinado momento sé que entró el Sr. León y yo (imposible esto), un poco como devolviéndole todo, no saludé, no pedí perdón y le lancé una mirada de desprecio. Y así, de la noche a la mañana, sin comerlo ni beberlo, ya tenía un chamaco y lo regañaba, y él se mandaba a saltar y jugar por toda la zona sin más pudor, ignorando mis reprensiones.
Y sí, creo que, contra todos mis pronósticos, lo llamé José.  ¶ 4/23/2005 09:50:00 AM