Fruta Madura
mardi, octobre 19, 2010
 
Fíjate qué bello. Observa. ¿No te asombra? ¿No te sobrecoge el momento? ¿No te va a explotar algo en el pecho?
Yo también lo veo, lo veo y no me lo creo. También siento eso. No sé cómo describirlo: es como un calambre o como una flor. Es un látigo verde en la espalda, mmm... pero no uno solo, sino mil o quinientos mil. A lo mejor no me explico bien.
¿Pero por qué tengo yo que explicártelo?
Bueno. Yo creo que es como ese montón de medusas de perla que flotan ahí arriba. Suben y bajan y suben y bajan. Si te toca hay una textura de nimbo en el vacío que no obedece inercia. Debo confesar que hasta podría ser obsceno de tan bueno que está.
Ojala pudieras verlo como lo veo yo. Ojala pudieras verlo y sentirlo.
Hay caricias frescas y sedosas, hay una luz argéntea que no me deja ver pero me somete a su peso dulce. No sé si eso te ilustre mejor.
Quisiera compartirlo todo contigo, que no fueran tus ojos los míos. Sentir tus tonos y aquello a una misma vez.
Tu no existes.
 
lundi, octobre 11, 2010
  Aniversario
El día comenzó como cualquier otro. Alguien calcaba los días, uno tras otro, con el mismo papel y el mismo carbón: un cielo limpio y raso, las nubes que se iban percudiendo con el roce de sus gotas, el calor polvoriento del otoño que emana del piso y de los muros escurriéndome por el cuello. Decidí dar un paseo para disfrutar lo que el tiempo pudiera ofrecerme, para saborear cada brisa y cada brillo que la bóveda azul me escupía en la cara. Caminé sobre la barda gris de atrás hasta el otro patio, vigilé las ramas de los arboles, sorprendí a bichos y semejantes en más de una ocasión; exploré un poco más allá, invadí propiedades sin dejar rastro. Pude ver cómo las sombras se alargaban a medida que la luz se derramaba en el horizonte.
Una vez saciado, habiendo descubierto nuevos caminos y objetos novedosos, decidí regresar a casa. Como el mismo aire crucé la calle, esquivé troncos y salte dos tapias para encontrarme finalmente en el umbral de mi ventana. Había ritmo dentro. Entré de un salto, miré a los lados, como siempre lo hago (decidí que no quería beber), y subí la pendiente rota. Pasé junto al erguido que ni siquiera me miró, y con dos pasos amplios me encontré con mi piedra sobre la que me desplomé agotado. La vibración y la fatiga me hicieron entrar en un trance lechoso. Pude notar mejor el viento tibio y turbio que se arremolinaba contra el concreto y contra mi pelo; el mismo viento que se filtraba entre las ramas de los árboles, haciéndolos reír como máquinas. Las ráfagas levantaban pétalos y papeles brillantes haciéndolos danzar a lo largo del callejón. Todo estaba cubierto por esa nata nebulosa que daba a la tarde otoñal una sensación de melancolía, de lentitud; pero también de expectativa. Un presentimiento, una sensación de bolsa de gusanos pululando en mi pecho y creciendo en todas direcciones comenzó a gestarse a medida que la bola brillante descendía del cenit. Toda esa electricidad apretada iba invadiendo mis sentidos, mis nervios; pero también se filtraba en el vacío y en lo inanimado. La tarde brillaba sin moverse, era estática, era una convulsión contenida en el concreto y en cada hoja de cada árbol. Desde mi piedra era tan evidente que al cerrar los ojos quedaba el zumbido como si hubiera avispas en los rincones.
Dentro el ritmo continuaba, a veces estruendoso y pesado, a veces denso y pausado. Hubo graznidos, chirridos, rasguños, fricciones, golpes con metal. Cada acorde rebotaba en los pasillos blancos y permeaba a través de los vidrios. Pero el ritmo siempre estaba ahí, cada tarde se creaba. El erguido lo producía, emanaba de sus dedos para después fluir hasta unas cajas oscuras desde donde se desprendía. Pero esta vez lo especial era eso otro que en un principio no pude descifrar y que estaba cubierto de pelos y de lo cotidiano
Desde mi piedra pude ver que se acercaba un erguido más montado en su animal rojo. Descendió de él con apuro, como si lo persiguieran, a pesar de que venía completamente solo. Antes de que entrara a la guarida pude ver que en sus manos se balanceaban dos sacos repletos. Entró y desapareció unos segundos para salir después con las manos vacías. El animal rojo produjo varios sacos más que entregó al erguido, al tiempo que éste los introducía en el cubil. Una y otra vez caminó el erguido entre la puerta y el animal transportando bolsas mientras los guijarros del suelo crujían como si le mordieran los pies con cada paso. Cuando hubo terminado, el animal rojo emitió un gemido extraño y el erguido cerró la puerta. Mi interés creció al ver que el erguido que hacía ritmo bajó a encontrarlo. Un tercer erguido emergió de otra cámara del cubil y también bajó la pendiente para reunirse con los otros dos. Los seguí porque fue entonces que la situación extraordinaria se hizo evidente, la palpé con cada uno de mis bigotes
Los pude ver sentados, comunicándose y canturreando. De sus bocas abiertas como cavernas emanaban risas y humo amargo que se esparcía hasta disolverse por completo en la altura. Entonces fue que comenzó. Primero el más blanco de los erguidos, después de moverse en varias direcciones, se detuvo unos segundos, abrió la boca y en su cabeza comenzó a brotar algo. En un principio fue una bola pequeña y verde que en segundos se expandió alcanzando el tamaño de una manzana y después el tamaño de su cabeza. Cuando hubo terminado de crecer, la esfera verde se desprendió y cayó al suelo muy lentamente, como si no quisiera hacerlo, como si un viento suave lo impidiera desde abajo. En el extremo donde la bola había estado unida a la cabeza del erguido quedó una pequeña saliente gelatinosa que temblaba en la intemperie y me invitaba. Intenté acercarme e investigar pero el erguido me hizo señas para que no lo hiciera. En cuestión de minutos otra esfera germinó de él, aunque esta vez era azul brillante. Los otros dos erguidos miraban y sonreían, ignorando los muñones que acababan de desprenderse de su cuerpo. Las bolas se balanceaban despacio en el suelo, meciéndose con cada corriente de aire que las acariciaba. Una tercera bola, esta vez rosa, comenzó a desarrollarse en la cabeza del erguido y tan rápido como las otras cayó al suelo de forma igualmente pausada y cadenciosa. La curiosidad estaba a punto de reventarme en los oídos. De nuevo traté de acercarme a las esferas, pero el erguido volvió a hacer una seña y un ruido, impidiéndomelo. De forma inesperada, otro de los erguidos comenzó a producir esferas de colores de su cabeza: una naranja, una blanca, dos azul claro y una amarilla. El primero continuó haciéndolo también de tal forma que en cuestión de minutos había esferas fluídas en el piso danzando al compás de una música que no se oía. Grupos de tres o cuatro bolas comenzaron a formarse acariciando su convexidad; otras se apartaban a las esquinas y oscilaban solitarias. No había nada que las moviera y sin embargo eran como agua o como hojas que flotan en agua totalmente a la deriva sobre un líquido que no era otra cosa que esa roca plana y luminosa que hay aquí. Su mecánica era pegajosa y desafiante, se intuía con sólo mirar. Las bolas seguían proliferando y cayendo al suelo como frutas maduras, y como frutas maduras me seducían también. Pronto el piso se encontró casi cubierto, apenas se veía por dónde caminar o dónde equilibrarse. El cuarto se cobijó por un manto elástico de volúmenes vacíos y colores que iban y venían como las olas del mar.
Con cada excrecencia que se producía y caía mi interés aumentaba. Me agazapé, y al tiempo que preparaba mis garras para atacar meditaba si sería mejor comenzar por la esfera roja que estaba frente a mí o por la azul, estancada justo a mi derecha. Pronto fueron tantas que algunas quedaban fuera de la mirada protectora de los erguidos. Ellos ya ni siquiera las miraban: había tantas y en tantas direcciones que una menos no hubiera hecho diferencia. Estos cuerpos redondos carecían de cara o patas, no tenían aristas, por lo que resolví atacar primero el pezón amorfo que tenían en su único extremo. Uno, dos manotazos sobre la esfera azul la hicieron huir lento y flotar justo en medio del cuarto como una mosca sin alas ni rumbo. A continuación, el tercer erguido expuso sus fauces apiladas de blanco y produjo su primera esfera. El proceso no se detuvo, al contrario: tres manantiales se daban a la tarea de desbordar el cuarto. Tomando impulso con las cuatro patas y aguzando mis zarpas, me abalancé sobre una bola que estaba próxima, verde como la primera que surgió. Por un instante pensé haberlo logrado, pensé haberla envuelto con el peso de mi cuerpo como lo hubiera hecho con cualquier otra presa. Fue en ese mismo instante que se hizo evidente mi error. Un trueno emergió de la bola, un rugido de derrumbe; un terremoto y una bofetada verde me golpearon el pecho y la cara. Después hubo silencio. Los erguidos dirigieron sus ojos hacia la piel verde que quedó esparcida por las paredes: fue todo lo que quedó de mi víctima. Me vieron a mí también, tumbado y confundido, con el cuerpo escaldado de ruido y aire. Tenía los sentidos embotados, me sentí ebrio y perdido aunque no me moví. El silencio desapareció porque los erguidos rieron y golpearon lo que tenían a la mano, moviéndose sin control, contorsionándose como monos. Cuando hubieron terminado de reír continuaron escupiendo colores. Yo resolví permanecer donde estaba a pesar de que las esferas casi me cubrían ya por completo. No me quedó fuerza para moverme, no me quedó voluntad.
El manto de esferas continuó engrosando. Pronto no fue más un manto, sino que se convirtió en un cuerpo lacustre de colores. Las bolas invadieron los espacios que aun quedaban vacíos, fluyeron por los bordes, se desparramaron por los alfeizares hacia el exterior. No tardó el espacio en enmudecer. Quedé ciego, me asfixié; y los erguidos también. Se acabo el espacio. Un cubo de colores fue lo que quedó de nosotros.
 

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May day, may day...! Wooshhh Para todo tipo de amenazas de muerte...


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